30 diciembre, 2007

40 AÑOS

Hoy cumplo 40 años... así que...

¡¡¡ FELIZ CUMPLEAÑOS !!!



(Esta felicitación me la envió mi maridito a primera hora de la mañana... mmmmmm)

jajajajajaja... el que no se consuela es porque no quiere. Y no me quito ni uno, que con el trabajito que me ha costado llegar hasta los cuarenta, cada uno de esos años tiene su enjundia...

Besos... estupendos seres humanos.

26 diciembre, 2007

SEGUNDA PARTE...


Este post se lo dedico a "Anónimo", comentarista de la primera parte del cuento que textual y sabiamente apuntaba "no es para tanto por dios"... ¡A tu salud!

LA NIÑA DE SAN JUSTO (2)

Pero de todas las artes Niña amaba la que aprendió más temprano. Una tarde de enero, después de haber cerrado las puertas de las murallas y haber comenzado el tiempo de reposo en San Justo, cayó una nevada que sólo tenía registro en la memoria del pueblo unas decenas de años atrás… Casi todos los justeños, mitad por el asombro mitad por la falta de calzado adecuado, estuvieron sin salir a la puerta de la calle durante cuatro días, el tiempo que tardó en derretirse la nieve y que el suelo se chupara la balsa de agua que fue quedando. En ese tiempo Niña del Mar andaba durmiendo en casa de Don Venancio, apenas tenía nueve años, y vivía pegada a Doña Adela como un chotillo recién parido se arrima a su mamá. Para entretenerla, bien cerquita de la chimenea por culpa del frío desacostumbrado, Doña Adela le entregó a Niña nueve trozos de tela de colores diferentes, uno por cada año que ella tenía, cortados en cuadrados iguales, que había sacado de unas cuantas camisas viejas de Don Venancio… y con ellas le entregó una aguja, un carrete de hilo blanco y un dedal, y le pidió a Niña que uniera los retales de forma simétrica hasta componer un rectángulo más grande con todas ellas.

Niña comenzó a coser sin preguntar más y unas horas después tenía completada la encomienda de Doña Adela, que asombrada por la rapidez de aquellas manos infantiles tuvo un momento de indecisión: “Está bien, ahora toma este trozo de algodón despachurrado, lo pones debajo, le añades esta otra tela detrás y ahora hilvanas todo junto desde el centro hacia fuera”. Niña, como si lo hubiera hecho cientos de veces con anterioridad, puso sus manitas a volar sobre la tela, estirando de un lado, agarrando por el otro, juntando bordes, pasando hilos… “Ya está, mamá Adela”… Y Doña Adela entendió que Niña del Mar había nacido dotada de un don excepcional en sus manos y también en su cabeza, porque con un par de palabras era capaz de leer la intención del otro y reproducir con exactitud la forma de las ideas del que tuviera al lado.

Aquel fue el principio de muchas puntadas, porque Niña no se conformó con quedarse en el mandato de mamá Adela, ella fue más allá, y en cada uno de los nueve cuadros y por orden de vivencias, fue anotando con hilo en el centro de los mismos las cosas importantes que le habían ocurrido o el nombre de los que por algún motivo se le quedaron en el recuerdo especial del corazón: en el primero puso mar, en el segundo papá Venancio, en el tercero mamá Adela, en el cuarto abuelo Vicente, en el quinto Cala Ardiente, en el sexto percebes, en el séptimo primo Veto, en el octavo 1-2-3-4, y el noveno… hilo y aguja… Desde entonces cada vez que consideraba que algo era especialmente importante corría y suplicaba hasta conseguir un trozo de tela donde anotaba lo extraordinario de la fecha, y guardaba los pedazos hasta tener los suficientes para añadir una nueva fila a lo que terminó siendo su colcha inseparable.

Cada año, cuando llegaba el 10 de enero y después del Festival de Año Nuevo, al cerrarse las murallas del pueblo, Niña del Mar corría a casa de Doña Adela y Don Venancio a recluirse en su cuarto, agarraba las tijeras que tenía siempre en la mesilla y comenzaba a deshacer la colcha… primero quitaba la trasera y la ponía en la pila del patio para lavarla, después desprendía la boata con paciencia para no perjudicar las costuras de la colcha y metía los pedacitos en una bolsa que después ataba bien y dejaba en la basura. Se sentaba sobre la cama y poniendo la luz tenue de su mesita de noche, repasaba uno por uno los cuadros de su colcha con infinito amor… dando a cada uno la importancia que tenía, cerrando los ojos y caminando de puntillas sobre los recuerdos, los que empezaban a desdibujarse y los que por recientes seguían teniendo el trazo grueso. A veces lloraba porque el camino se topaba con alguno que ya no estaba, alguno de sus veinte abuelos o treinta y dos abuelas que ya hubiera muerto, o alguno de los primos que se fueron para no volver, o sus padres perdidos en la mar o sus madres vueltas locas por la ausencia del esposo extraviado.

Luego, cuando de nuevo el sosiego se imponía frente al agite de los sentimientos, Niña repasaba una a una las costuras que unían los pedazos de tela, poniendo especial cuidado en las que estuvieran desgastadas, remendando las rotas, reemplazando las inexistentes… y por último, con la colcha afianzada en todas sus esquinas, añadía un dibujo aquí y otro allá, como fotografías rudimentarias de sueños, recuerdos, deseos, esperanzas que sólo ella entendía y que jamás confesaba… y al final Niña del Mar caía rendida sobre su trapo de mil colores, hasta que el sol se colaba por la ventana y el calor le daba de lleno en la cara… Entonces saltaba de la cama, corría al patio, y lavaba la trasera usada con la colcha que parecía ser nueva por sus cuadritos añadidos. Una vez lavada, secada y planchada, volvía a componer el bocadillo de tela con la boata nueva… dejando la colcha dispuesta para seguir acumulando vida propia y también vidas ajenas.

A los 25 años la colcha de Niña tenía unas proporciones considerables, contaba ya con cien cuadros, porque a medida que pasaba la vida se acumulaban más recuerdos para no olvidar, y el número de retales aumentaba cada vez que recomponía la cobija… Empezó a tener memoria para alguien más que su incontable número de familiares y amigos, y la sangre de San Justo cedió espacio para acoger a los turistas que llenaban las calles durante los meses de temporada. El Día de la Apertura, al comenzar la Semana Santa, Niña colgaba la colcha limpia del balcón del Ayuntamiento, inundando de colores la Plaza Principal, atrayendo la mirada de los primeros turistas que sólo conseguían verla ese día, porque después Niña la recogía y doblaba con primor para conservarla en perfecto estado durante los meses de calor, y volver a sacarla con los primeros síntomas del otoño… El asombro que provocaba la frazada era tal, que pronto comenzó a citarse como evento reseñable en las guías turísticas el Día de la Apertura en el Pueblo de San Justo, la perla de la bahía de arena rosada, y con cada año que pasaba la concurrencia de público era más numerosa, ávida por deleitarse con la visión de un prodigio artístico como aquel y, como no, deseosa de robar una fotografía en la que guardar para siempre el detalle de una vida tejida con hilo a puntadas diminutas.

La noticia curiosa se extendió más allá de los papeles turísticos, los chismorreos de aeropuerto o los comentarios excitados que acompañaban los interminables muestrarios fotográficos de las últimas vacaciones… Bastaron unos segundos para atrapar la curiosidad de Néstor Bagliatelle, un diseñador latino en permanente búsqueda de la musa perdida, para que emprendiera un camino sin retorno hacia su más reciente obsesión: Niña del Mar y la historia de cuadritos acolchados.

Arribó a la muralla de San Justo un 12 de febrero, y por más que aporreó con las aldabas gigantes en los portones descomunales nadie se ofreció a facilitarle el paso, pero su obstinación era más fuerte que el dolor de pies o las grietas de las manos. Rodeó el pueblo, alquiló la única barca que encontró disponible, a la que parecía haberle dado un bocado una trucha gigante, y sin más nociones marinas que las películas que había visto en el cine, enfiló el Recodo del Calamar desde Cala Ardiente, donde Jacinto Palomo contaba los billetes con los ojos desorbitados por el montón que tenía en las manos y le daba gracias a Dios por haber repetido la Navidad en febrero… mientras veía a Néstor Bagliatelle remar con decisión a bordo de su barca en desuso hacía años, con el morro dirigido hacia la Bahía de San Justo. Y como era de esperar, a la hora de andar perdiendo la lengua por culpa del esfuerzo desacostumbrado, un golpe de mar le pegó de mala manera por la espalda, haciendo que su cuerpo aterrizara sobre el agua y Don Víctor, que pasaba por aquellos lados de casualidad al regreso de su ejercicio diario de remo, le rescató en un momento sin mayor percance que un poco de agua salada en los pulmones y un susto desmesurado en el rostro, que además del desmayo del momento, le duraría días. Consecuencia lógica para un jurel de secano como aquel.

Y de esa forma Néstor Bagliatelle consiguió llegar a la Bahía de San Justo fuera de temporada, empapado, asustado, medio ahogado y dolorido por los golpes que Don Víctor le propinó contra su propia barca en el afán por salvarle de morir ahogado… aunque por poco le separa el tronco de las extremidades inferiores. Avisado el alcalde por el mismo Jacinto Palomo, decidió personarse en la bahía y llevar al forastero a las dependencias de la casa del pueblo, donde calentarle junto a la estufa de leña y secarle el cuerpo con unas cuantas toallas mullidas que aun tenían el sol atrapado entre sus pliegues. Entre hipidos, sorbos, escupitajos y temblores, relató Néstor Bagliatelle a Don Venancio que su empeño no era otro que conseguir atrapar por fin a su musa después de años de haberla perdido sin darse cuenta y buscarla sin cesar, y que tras haber oído el relato de un viajero que describía con detalle la colcha de Niña del Mar, quedó prendado por la imagen que de la niña y de la colcha se le formó en la cabeza… y entonces estuvo seguro de que eso y su inspiración eran la misma cosa y sin hacer maleta alguna salió corriendo, hasta llegar a San Justo.

- Muy bien, usted busca la fulana inspiración de la que habla… perfecto… pero, ¿se puede saber a qué se dedica? – Don Venancio iba directo al grano.

- Soy diseñador de moda – Dijo Néstor mirando directamente a los ojos del alcalde, con un deje de importancia desinteresada y altivez acostumbrada.

- ¿De qué? – El alcalde no se lo iba a poner nada fácil.

- De moda – Conciso el aprendiz de marinero.

- Aaaaaaaaaaaaaah – Dijo Don Venancio, mientras la mirada se le perdía para sí mismo intentando entender la profesión del recién llegado. – Bueno, mire, don oiga… no entiendo muy bien qué tiene que ver ese asunto de la inspiración con su profesión y con San Justo, todo revuelto, pero ya que ha llegado se puede quedar el tiempo que quiera. Hay habitaciones en La Fortaleza, yo mientras me subo a la biblioteca a desempolvar el libro.

- ¿Cómo? – Néstor no entendía la última parte, lo referente al libro.

- Nada, cosas mías – Dijo Don Venancio quitándole importancia. – Por cierto, usted busca a Niña del Mar, ahora debe andar con su mamá Adela haciendo unos dulces para el cumpleaños de su mamá Amina – Néstor frunció el ceño, demasiadas mamás, pensó – así que vaya a la parte de atrás del Ayuntamiento, por la calle lateral, y llame a la puerta, que allí la encontrará. Yo me voy que se me hace tarde. Sea con Dios, inspirado. – Y salió por la puerta riendo sin disimular un ápice. Así era Don Venancio.

Néstor aun aguantó un rato sentado, arropado, agarrado a las toallas que le envolvían el cuerpo, esperando a que se le pasara la tembladera y el susto, y cuando supo de cierto que las piernas volvían a responderle como parte de su propio cuerpo, se atusó las ropas, el pelo y las cejas, caminó muy erguido hasta la puerta y dirigió sus pasos calle arriba siguiendo las instrucciones del Señor Alcalde, sin poner freno al movimiento exagerado de sus caderas y la afectada caída de la mano derecha que siempre llevaba en vilo. Niña le abrió la puerta, paseó los ojos por Néstor de arriba abajo y le regaló una sonrisa de bienvenida que derrumbó las defensas del caribeño, quien sumiso agarró la mano de la joven y se dejó guiar hasta la cocina en silencio… Un festival de colores, polvo de harina desparramado, cerezas en almíbar, huevos batidos, azúcar tamizada y tazas con leche, chocolate caliente, vino blanco, nata montada y moldes metálicos para el horno le recibieron sin condiciones.

En aquel momento Néstor Bagliatelle todavía no lo sabía, pero como el destino es sabio y está escrito desde mucho antes que a cualquiera se le ocurra nacer, su vida saltó de renglón y se encontró en el capítulo siguiente. Empezó observando cómo Niña y mamá Amina trabajaban la masa que tenían entre las manos, la rompían en pequeños pedazos que recomponían en formas a capricho y terminaban siendo engullidas por un horno de barro enorme que calentaba toda la parte baja de la casa. La lengua se le fue soltando, y entre sorbo y sorbo de una infusión con sabor a bosque, se fueron contando la vida y la forma que habían pensado para el futuro.

Néstor pensaba encontrar un pueblo de cuento, anclado en el pasado, con las calles repletas de pescadores, mujeres vestidas de negro con un pañuelo sujetándoles el cráneo cosiendo las redes rotas, carros tirados por bueyes y cántaros de leche recién ordeñada a la puerta de las casas esperando ser despachados. Y algo vio de todo aquello, pero también supo que el que quería tenía internet en su casa, que la opción de no tener televisión era una decisión comunitaria, pero que había periódicos y que el que quería entraba y salía a su antojo para encontrarse con el resto del mundo… pero que el tiempo, por decisión de todos los justeños, se había parado en un punto encantado del pasado y habían preferido comérselo a mordisquitos en vez de destrozarlo a bocados. Tan importante era la investigación con células madre como el sabor de los calostros, que le gustaba decir a Don Venancio a todo aquel que quisiera escucharlo.

Niña le mostró a Néstor su mayor tesoro, y el diseñador, mudo de la impresión, pudo tocar con deleite la anotación de cada cuadro, las puntadas escondidas, el acolchado irregular, las esquinas gastadas, las telas recién puestas… pudo sentir el olor a viejo y nuevo mezclado, cerrar los ojos y recorrer con las yemas de los dedos la historia ajena que se le revelaba como un libro sin secretos… y entonces, y sólo entonces, entender que en aquel rincón del mundo el tiempo pasaba igual que en cualquier otro lado, pero con pasos cortos, con la quietud suficiente como para entender que cada segundo tiene una importancia única porque jamás vuelve y quizás en ese segundo se esconde la clave del resto de la vida… Y cuando Néstor abrió los ojos le contó a Niña que algo le estaba pasando, que sentía una fuerza desconocida haciéndole cosquillas por dentro de la piel, que sentía las manos hasta la punta de los dedos, y el ombligo tenía un hormigueo que le impedía quedarse quieto.

- Eso se llama vida, Néstor. Cada vez que te detienes y decides parar el tiempo, entonces la musa que todos tenemos puede acelerar el paso y alcanzarnos… porque de tanto correr, lo que verdaderamente somos lo vamos dejando atrás. – Le tendió una caja de pinturas, lapicero, goma de borrar y un manojo de hojas blancas por ambos lados. Encendió la luz de su mesita de noche, le dejó otra infusión con sabor a bosque a la derecha y le echó la colcha de mil colores sobre los hombros. – Toma, voy a ver a mi papá Venancio, deja que el tiempo te empuje y no empujes al tiempo, no hay prisa por llegar a ningún lado.

Y desde entonces, cada vez que Néstor Bagliatelle cumplía con sus desfiles y sus compromisos sociales regresaba a la bahía de San Justo desde Cala Ardiente, donde Jacinto Palomo esperaba su llegada cada febrero como agua de mayo. Su nombre, junto al de otros tantos, figuraba escrito con su propia sangre en el renglón 2.337 en el libro que por siglos guardaba la memoria del pueblo.


Besos... estupendos seres humanos

MIS BROCHECITOS PRECIOSOS...


El patchwork es una labor zen, que ya hace casi cinco años me salvo la vida (pero ese es un cuento feo y largo que ya no cuento). Me permite nadar entre metros (y yardas) de telas de colores para imaginar lo que se esconde en ellas. Se supone que es un arte cuasi matemático, donde las medidas tienen que coincidir al milímetro y los proyectos se desgranan con una precisión crispante... pero yo, anárquica y despelotada, la madre de todos los desastres (y si no que se lo pregunten a Doña Madre que últimamente me quiere asesinar), jamás trazo una línea antes de empezar a coser... Sobo mis pedazos de tela grandes y pequeños, enormes y diminutos, y empiezo a cortar hasta que voy uniendo retazos con aguja e hilo... al final, probablemente, el resultado no sea lo que en principio imaginé, porque a medida que voy cosiendo la cosa adquiere vida y muchas veces se me escapa de las manos... pero siempre me gusta lo que puedo contemplar...

El patchwork es una labor zen porque permite la instrospección (creo que es por eso), y una se va sumergiendo en las mil vísceras que nos llenan por dentro, y una a una las va desgranando, entre puntada y puntada coloca recuerdos, toma decisiones, escucha voces pasadas, sueña con lo que puede ser... cose, cose, cose... y no hacemos otra cosa que coser la propia vida. Será por eso que nuestras telas cuentan historias, será por eso que nos convertimos en auténticas adictas... Nuestra pasión desata los celos de los esposos y los maridos, desata tormentas... pero las aguas vuelven a su cauce cuando aperciben que contra la fuerza del patchwork nada es posible.
Y alrededor de este arte se tejen vidas en común... pero esa historia, la de mis niñas del patch, la dejo para otro día... que ahora no puedo.

Besos.... estupendos seres humanos.

P.S. Estos broches los hice en el fin de semana, mientras MiBen padecía una contractura infernal y una tos desesperante, y Doña Madre se batía en silencioso duelo con nuestros muertos sentados en el salón, como todas las Navidades de nuestra vida...

24 diciembre, 2007

EN ESPERA...

Tengo un libro atrapado dentro, sé que quiero escribir porque imagino el comienzo una y otra vez. Ni siquiera sé de qué quiere hablar, ni lo que pretenden contar sus páginas, pero sé que está ahí buscando cómo salir, y que tiene que ver con muchas cosas que han sucedido en la última década... Sé que se está revolviendo porque necesita salir, pero el yugo del tiempo y un trabajo que me cercena cualquier intento de crear y reinventar mi vida con libertad, impiden que lo que vive dentro de mi respire.

Eso me desespera... porque yo vivo de pintar mis paredes imaginarias a diario para no sentirme atrapada, la rutina me oprime las sienes y amenaza con desdoblarme en una parte de mi que no me gusta para nada.

El tiempo se me escapa y no lo aprovecho, porque utilizarlo íntegro para otros es perderlo por completo... al menos como a mi me hacen utilizarlo. Tendría que estar penalizado por la ley, y supongo que lo está, pero no tengo los reaños de enfrentarme al sistema porque necesito la porquería que tengo.

Ya tengo demasiado tiempo sin llenar hojas, sin darle ímpetu a vidas ajenas, sin inventar pueblos perdidos y amaneceres atravesados... ya tengo demasiado tiempo obligando a las palabras para que se duerman dentro... ya tengo demasiado tiempo juntando pausas en espera de poder parir lo que me late dentro...

Y a lo mejor, por eso mismo, hoy os regalo el avance de lo último que fui capaz de contar hace ya dos años.

Besos... estupendos seres humanos...

- LA NIÑA DE SAN JUSTO - (1)

A San Justo se llega por una carretera estrecha, después de atravesar una montaña de curvas imposibles que parece no terminar nunca. El estómago salta de un lado para el otro hasta querer escapar por la boca en busca de un lugar más tranquilo, y cuando uno cree no poder soportar más envites ni envestidas… entonces a lo lejos, al final de la pendiente, aparece una perla reluciente de casas bajas, blancas como la conciencia de un bebé, dormida en el regazo de una bahía de arena rosada, molida como la harina de trigo, y aguas transparentes que exponen sus secretos sin recato a los ojos de todo el que llega. Uno se olvida del estómago alborotado y el ansia por pisar tierra firme se convierte en urgencia desmedida. Según crece la proximidad los aromas ocupan todo el espacio: pan recién hecho, salitre desparramado en cada esquina, pescado fresco, oliva pisada, miel de mil flores, cera derretida, uva exprimida, brasas recientes y un amanecer único que sólo encuentra medida en los cuentos inventados de un loco colombiano que teje vidas ficticias.

Las guías turísticas, en cualquier idioma, reflejan clarito que a San Justo no se puede llegar en cualquier época del año ya que no siempre es tiempo de visita, porque como bien dice el reclamo “por algo Dios puso el pueblo en un enclave tan difícil y apartado, a resguardo de curiosos sin escrúpulos y buscadores de dinero de instintos atravesados”. Las murallas se cierran el 10 de enero y no vuelven a chirriar los goznes de sus monumentales portones hasta recibir la Semana Santa, con las calles limpias como recién puestas, los campos barridos de naturaleza muerta, y el ganado recién bañado.

Pero la vida en San Justo no para ni se detiene y si alguien por error recala en su bahía durante el período de clausura, no es ahuyentado a cañonazos, le invitan a pasar y quedarse por el tiempo que haga falta… Cuando esto ocurre el alcalde ya sabe que tiene que desempolvar la memoria del pueblo, buscar la línea siguiente y con la pluma que inauguró aquel mismo libro siglos atrás, escribir el nombre del recién llegado con tinta de su propia sangre… porque algo es seguro: todo el que recala por error jamás deja San Justo.

Así fue como tres décadas atrás Don Venancio escribió en el renglón 2.137 el nombre de Niña del Mar, después de rescatar un 19 de enero una cesta a cincuenta metros de la orilla donde un bebé se desgañitaba como preguntando por qué hacía tanto frío… y tras cuatro días de paños helados, friegas con remedios de la abuela Asunción, leche de vaca rebajada con agua y calditos livianos, consiguió Doña Adela, la mujer de Don Venancio, doblegar la fiebre y alimentar a un bebé que parecía escapado de un cuento de espías, con unos ojos del tamaño de dos castañas frescas que todo lo miraban sin perder detalle.

- Venancio, ¿y por qué no le ponemos un nombre cristiano a la criatura en vez de llamarla Niña del Mar?... – Doña Adela estaba preocupada por esa repentina rareza de su esposo.

- Calla Adela, calla… que la cría ya tiene nombre, a poco que sea quien la parió tuvo tiempo siquiera de pensarlo unos minutos al menos… y no seré yo quien le borre con otro nombre su primera historia. – Estaba más que convencido de sus palabras. – Quién sabe si mañana mismo aparece su madre, su padre o un séquito completo de familiares buscando a la niña, y entonces… No, quita, mejor la decimos Niña del Mar, que con eso no mentimos a nadie, ni tampoco a ella. No se hable más. – Y dando por zanjada la cuestión salió de nuevo a la calle, buscando la puerta de Aurora para que volviera a llenar el cántaro de leche y preparar de este modo la sopa tibia que ya andaba reclamando Niña.

Don Venancio presentó a Niña del Mar a la comunidad en un pleno extraordinario una semana después de su hallazgo en la bahía. La puso en su cesta (ya reparada, adornada y revestida con un emplasto impermeable invento del alcalde, que aseguraba su hermetismo acuático frente a eventuales singladuras marítimas, poco probables, pero nunca se sabe), sobre la mesa de la alcaldía, junto al bastón de mando, mientras explicaba su procedencia con la misma naturalidad que desmenuzaba las virtudes curativas de las algas transparentes frente a los turistas cada 21 de mayo, en la jornada inaugural del Festival de Primavera, famoso en el mundo entero. En aquella reunión Don Venancio expuso con vehemencia la necesidad de cuidar y formar a Niña del Mar mientras aparecían sus legítimos representantes, de forma que no existía necesidad de adoptarla, pero en ese tiempo de espera sí se planteaba la urgencia de cubrir sus demandas más inmediatas.

Así pues Niña del Mar pasó de ser un náufrago anónimo en miniatura a ser la hija de cincuenta padres y cincuenta madres, la nieta de veinte abuelos y treinta y dos abuelas, y la hermana de veinticuatro niños, además de la sobrina de todos aquellos que un día emigraron de San Justo buscando las maravillas de los cuentos que relataban los turistas, y por supuesto, la legítima heredera de lo que la comunidad considerara oportuno.

San Justo es famoso por la Fortaleza, un armazón descomunal de piedra antigua, saeteras estrechas, pasillos angostos y cuevas imposibles construido al borde del Acantilado del Justiciero. En ella batallaron los justeños contra bucaneros atrevidos, piratas desvergonzados, militares obstinados, constructores sinvergüenzas y clérigos disfrazados de buenas intenciones que salieron blandiendo sus crucifijos como alma que lleva el diablo al escuchar el primer cañonazo. Resistieron como pudieron los empujones de un destino permanentemente amenazado, hasta que les llegó la noticia de que algunos de quienes jamás habían oído hablar antes inventaron una ley para todos que hablaba de la pertenencia del territorio y el derecho de cada cual a ser libre y gobernarse sin andar desconchando la paciencia del prójimo. Fue entonces cuando la fortaleza dejó de oler a pólvora, se barrieron sus pasillos, se adecentaron las celdas de castigo y pasó de ser un laberinto de gritos, maldiciones, carreras, sudor y sablazos, a una confortable sucesión de habitaciones dobles con baño propio, decoradas según los dictados de la época de los bucaneros, con doseles y gasas, y unas cuantas antorchas en las paredes, que funcionaban ya a una potencia de 220 voltios. Bendito progreso. La Fortaleza contaba con otras dependencias: cocina, comedor comunitario, salón de conferencias, piscina natural y huerta. Las habitaciones no disponían de radio ni televisión vía satélite, ni tampoco vía tradicional, porque San Justo había renunciado a tales adelantos… desde aquel día hacía cuarenta años en que alguien aventuró el final del mundo sin mayor emoción un viernes por la tarde a través de la televisión, y Don Vicente, el alcalde por aquellos tiempos, decidió que si las desgracias tenían que llegar mejor que fueran de repente, que buena gana de andar sufriendo a plazos para después quedarse como si tal, porque era evidente que ni había llegado el fin del mundo ni había indicios de que aquello fuera a pasar en breve. Arrancaron de cuajo la antena de la televisión y todo el pueblo quedó sin señal, y cuando los responsables del invento vinieron a interesarse por el suceso y reclamar daños, fueron recibidos con una salva de pólvora desde la Fortaleza que todavía los tiene corriendo en tres direcciones diferentes. Y todo aquel que rechazó la drástica medida de Don Vicente tenía libertad plena para bajar a Cala Ardiente, fuera de los límites de la comarca, donde Jacinto Palomo había instalado un saloncito de playa y recibía la señal de televisión del pueblo de al lado, gracias a la mágica orografía del terreno y a un par de chapuzas que le costaron el brazo izquierdo por culpa de las descargas voltaicas.

Entre todos enseñaron a Niña del Mar a distinguir las horas y los minutos, contar, sumar, restar y otras artes numéricas de uso frecuente, Doña Angustias consagró varios años a desentramar con paciencia para Niña los enredos de las letras, las palabras, las frases y los cuentos, y algunos de sus abuelos, garrota en mano, se la llevaban al campo para que aprendiera a distinguir las señales de la naturaleza que auguraban lluvia, granizo, cielo despejado o un rocío traicionero que dejaba las uvas en el esqueleto. Aprendió las mañas de un parto sano para vacas, cabras y ovejas, la magia de la leche convertida en queso, el sabor divino de los calostros endulzados y la mantequilla batida, los dulces hechos en casa o la magia de las conservas que duraban todo el año. Supo de los beneficios de las hierbas, rastrojos que a simple vista no servían para nada y que bebidos resultaban la mejor de las medicinas para el dolor de barriga y de cabeza, la hinchazón de los pies, la afonía, el constipado o las llagas de la boca, por citar unos cuantos. Empezó a guardar ramitas de aquí y de allá, y pronto se hizo con un muestrario que hacía las delicias de propios y extraños, y con el tiempo no faltaba turista que no hubiera oído hablar de la Enciclopedia Verde de la Niña del Mar.

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